Andando por el agua
San Juan ha omitido un dato que nos consta por los otros
evangelistas, y es que Jesús ordenó
perentoriamente a sus discípulos a embarcarse mientras él se subió al monte
a orar a solas. Esa despedida fuerte y exigente no es muy de extrañar si
pensamos que en aquel emocionado revuelo de las gentes, queriendo hacer rey a
Jesús, los Doce se implicaron a favor. No les iba mal a ellos aquella
exaltación del Maestro, porque al fin y al cabo eran “de su grupo”. De otra
manera no es fácil comprender que desaparezcan tan de pronto los apóstoles de
la escena, mientras Jesús se sube a la montaña, y se recalque en el relato que
estaba él solo. En cambio, si Jesús
tuvo que tomar cartas en el asunto y apagar aquel fuego de emociones que en
ellos se había creado, resulta comprensible que Jesús ha obligado a los
discípulos a subir a la barca y marcharse solos, y que él se retire en oración profunda al interior de la
montaña.
El evangelio de hoy –Jn 6, 16-21- comienza diciendo que al
oscurecer (precisamente cuando Jesús ha despedido a las gentes), los discípulos bajaron al
Lago, embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafarnaúm. Y el Lago
les juega la mala pasada de un viento recio y el mar encrespado. ¡Y van sin
Jesús! Tenían experiencia de otras borrascas pero Jesús iba con ellos y Jesús
intervino favorablemente para amainar aquellas tempestades. Pero hoy van solos.
Dice el texto que Jesús todavía no les
había alcanzado. Es un decir. Porque si Jesús se ha ido a la montaña y
ellos se han embarcado, no parece lógico que Jesús “los alcanzase”. Parece como
que San Juan está previendo la situación y previniendo al lector a un hecho
extraordinario que tiene que producirse.
Y ese hecho, que Juan no da con demasiados detalles,
consiste en Jesús viniendo hacia ellos sobre el mar. Jesús no se había subido a
la montaña descuidándose de sus amigos. Si con el corazón oraba al Padre y le
exponía la experiencia vivida, con un ojo estaba mirando a sus apóstoles y a
todo ese problema que se les venía encima con la tempestad desatada sobre la
barca. Y Jesús no deja de orar ni de estar con el Padre en su oración, pero lo
hace ahora bajando de la montaña y viniendo al encuentro de los Doce, incluso
andando sobre el agua.
Ni que decir tiene que ellos se asustaron. No era lo normal
ver una figura sobre el agua o reflejada sobre el agua. Pero Jesús pronto les
apaciguó (en el relato de Juan) con esa palabra tan suya y tan profunda: Soy
Yo; no temáis. Son dos frases que se pueden concentrar en una sola.
¿Por qué he dicho: “reflejada
sobre el agua”? Porque tal como San Juan lo cuenta podría muy bien quedar la
impresión de que Jesús ha caminado más por la playa, el rompeolas, que por
medio del lago, puesto que querían
recogerlo a bordo pero la barca tocó tierra en seguida en el sitio adonde iban.
En medio de la noche, el reflejo de la figura sobre la playa mojada, puede dar
mucho la impresión de que viene andando sobre el mar. Pero es que no dio tiempo
de subirlo a bordo, porque la barca estaba prácticamente tocando tierra.
El caso es igual, porque donde está el punto serio de la
cosa es en esa llegada de Jesús a ellos, y que no se ha quedado “rezando” en
las alturas de la montaña. Nos está llevando a algo tan importante como que la
oración no aparta nunca de las necesidades humanas, ni lo humano le es ajeno a
Dios. Se produce una muy buena relación de vida y oracion, oración y vida, y es
lo verdaderamente importante en todo lo que supone una relación auténtica
cristiana. Lo penoso es esa doble vida que se da más de una vez de personas que
parecen muy espirituales y mantienen un ritmo fuerte “espiritual”, pero luego
su vida está al margen de la necesidad ajena o de la falta de proyección
concreta por la que el sentido religioso tiene que aterrizar en la verdad
diaria. Y no me estoy refiriendo a quienes viven una vida doble, porque sus
obras son pecaminosas. Hablo más bien de esas personas que viven angustiadas y
amargadas, sumidas en una tristeza y hundimiento del alma, mientras que van
cargadas de devociones y prácticas externas, que para nada alcanzan el nivel de
la confianza, el abandono, el echarse totalmente en los brazos del Dios misericordioso.
Voy a esa dicotomía que se da en las almas –con vida desordenada o no- por las
que la religión no alcanza a ser vital, sino una especie de añadido que no
influye verdaderamente en el vivir y actuar diarios.
Creo que merece la pena hacer revisión personal para
comprobar la eficacia de esa presencia de Jesús, que sube a nuestra barca y nos
dice: Soy yo, no temáis.
Creo que cuando alguien ha tenido una experiencia de Dios no lo puede olvidar; no puede dejar de vivir en su Presencia, ni de día ni de noche porque, cuando abra sus ojos,se sentirá ante ÉL Y TENDRÁ LA GOZOSA NECESIDAD DE ADORARLO. Lo malo es que sólo puede amarlo como criatura, como hijo---
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