Acompaño tu sentimiento
La cruz ha quedado enhiesta pero vacía. A su pie, una madre
destrozada, que sostiene el cadáver de su hijo derrengado sobre sus rodillas.
Unos varones que hacen sus trabajos para dejar todo en su lugar, y otras
mujeres destruidas por el dolor. Todas las miradas y la atención se centran
sobre María, la madre dolorosa, casi inmóvil, como si no quisiera dañar al
cuerpo inerte de Jesús.
Cuando todos han acabado su trabajo, no tienen más remedio
que ir a la madre para decirle que no queda más tiempo y que hay que realizar
la sepultura. Que han de tomar aquel cuerpo, extenderlo sobre la sábana que ha
traído José de Arimatea y conducirlo al sepulcro. Ese sepulcro que allí, muy
cerca –casualmente- se había preparado José y que está sin estrenar, y adonde
él ofrece el lugar apto para acabar aquella dolorosa escena del enterramiento.
María no se estremece, Levanta un poco el torso de Jesús, como quien ofrece la
hostia, y entre el discípulo, José y Nicodemo, con la ayuda de las otras
mujeres, extienden sobre el lienzo el cuerpo del Señor. Los varones llevando la
parte pesada del cuerpo y las mujeres ayudando en los extremos del lienzo de
los pies. María detrás, la madre doliente, que no hace nada porque lo lleva
encima pesadamente todo, acompañada por María Magdalena que va desecha en
lágrimas y que así con su dolor se une al dolor mucho más pacífico de la madre.
Llegaron al sepulcro. José y Nicodemo penetraron en la
segunda cavidad, la del enterramiento, y desde allí tiraron de la sábana. Entre
los dos izaron el cuerpo hasta el saliente de la sepultura, rociaron el cuerpo
con la mixtura de mira y áloe, y cubrieron por delante con el otro extremo de
la amplia sábana el cuerpo de Jesús. Le ataron la mandíbula con el pañolón y
salieron. Magdalena y las mujeres no perdían puntada y desde luego aquello no
era el modo de sepultura que ellas hubieran hecho, porque ha faltado lavar al
cadáver y embalsamarlo con los perfumes al modo en que se hace en el mundo
judío. Pero el tiempo no daba para más. María, la madre, se asomó
prudentemente. No hizo mayor acento en los detalles. Era demasiado serio lo que
acababa de perder para fijarse ahora en si los aromas estaban de una manera o
de otra. Era el final de una tremenda historia y María se limitó a quedar un pequeño
momento mirando a su hijo, cuyo rostro ya no podía ver. Pero le quedaba el
consuelo de haber podido darle digna sepultura, y entonces mostrarle a José su
agradecimiento, lo mismo que a los otros que habían colaborado. Entre todos
rodaron la enorme piedra que dejaba –en el pensar de aquellos hombres y
mujeres- un cadáver para siempre.
Todos le expresaron su pesar, y como el tiempo se había
echado encima y a las 6 había que estar ya en las casas, apremiaron a bajar del
Calvario al grupo que parecía querer detenerse como en un recorrido lento al
revés de todos los momentos y circunstancias que habían vivido en la subida. No
había lugar. José tomó un poco el mando y aunque comprendía que su labor no era
propicia para la devoción y el recuerdo, lo era para que cada cual quedara en
su casa antes de la hora fijada para el comienzo de la Parasceve. El discípulo
tomó a María a su cargo, y se despidieron a la puerta del Cenáculo, yéndose
cada uno a su lugar. Las que no se separaron ni se mantuvieron en silencio
fueron María Magdalena y las otras Marias, porque para ellas quedaba –en cuanto
pasara la fiesta, una labor que concluir. Aun les quedaban unos minutos y cada
una se fue por un sitio para hacerse de los perfumes y las vendas necesarias
para arreglar aquella sepultura a la misma madrugada del primer día de la
siguiente semana.
La llegada de María a la casa del Cenáculo fue de un
silencio sepulcral. Nadie habló. Nadie dijo nada. Nadie tenía nada que decir.
Demasiado hacían con guardar aquel
respetuoso silencio, después de que ninguno podía aportar más que su
propio llanto de fracasados. Pedro estaba hundido. Tomás, indignado consigo
mismo. Ni Andrés, ni Bartolomé, ni Mateo, ni el otro Simón ni el otro Judas.
¿Qué papel habían jugado en todo aquello? ¿Qué podían decir? ¿Qué iban a consolar?
Hubo que dejar pasar un tiempo. Y fue María la que
finalmente salió a ellos, para su sorpresa, y la que empezó a recoger a
aquellas ovejas descarriadas, a las que –desde el dolor de la madre- fue
curando heridas de aquellos hijos, a los que –en realidad- le había encargado
Jesús: Ahí los tienes. Y María puso
la palabra oportuna, el consuelo que cada carácter de aquellos necesitaba. No
hay que dejar que el dolor venza. Os queda aún mucho por hacer y por vivir…
Cuando hizo su labor y se retiró a su aposento, yo me eché
a sus pies y le dije con el alma en la mano: “Acompaño tu sentimiento”
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