JUEVES SANTO. De rodillas, Señor…
Hoy me quedo de rodillas. Ante el misterio supremo del
amor, no tengo ideas que decir. Simplemente me queda que caer de rodillas,
Señor. De rodillas ante tu reventón de amor, que viviste con ansiedad y
profundo de deseo “antes de padecer”. De rodillas ante aquella Cena solemne,
festiva, con la que quisiste despedirte de los tuyos y abrirnos un puesto donde
colocarnos a cada uno de nosotros. ¡Porque en aquella Cena, estuvimos nosotros,
los muchos, estuve yo! Y quiero estar de rodillas, en adoración profunda, en
amor que me brota del alma, en un impulso que me lanza a tus pies, como única
postura que me llena en este atardecer del jueves santo. Así quisiera
permanecer, y ahí orar y besarte, y tratar de corresponder a tan sublime amor
por mí.
Y ya no sé si es de rodillas o es en postración plena, el
momento en que levantas tu voz y dices aquella palabra inefable y
transformadora: Tomad y comed: Esto es mi cuerpo. Y fuiste repartiendo aquel
antiguo pan que ahora era nada menos que Tú, que tu Cuerpo, que
se entrega por vosotros. ¡Ah! No es solo que das a comer tu cuerpo sino
que es el Cuerpo del Sacrificio, de la entrega, el Cuerpo que muere, y que con
su muerte da vida al mundo. ¡Y yo estoy allí! Y el milagro, el MISTERIO se realiza
ante mí y para mí! Y TOMO Y COMO EL SACRAMENTO y me anonado ante tamaña
infinitud y me quedo prendido de esta dignación de tu amor. Si en el mundo
hubiera estado yo solo, en este instante yo solo sería el beneficiario de este
secreto de tu corazón infinito.
Todavía expresabas más vivamente lo que es el amor total que da la vida por la persona que
amas. Porque para expresar esa muerte de una manera gráfica, tomas la copa
de vino y también la elevas para comunicar a los tuyos el punto cenit de tu
amor entregado: Tomad y bebed porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la nueva
y eterna alianza, QUE SERÁ DERRAMADA POR VOSOTROS Y POR MUCHOS PARA EL PERDÓN
DE LOS PECADOS. Sangre hasta el final. Cáliz que recoge el último
borbotón del costado, salida del corazón ya inerte de Jesús. Sangre que se
derrama por todo el que la quiere recibir y dejarse bañar en su manantial de
vida: LOS MUCHOS que queramos ser blanqueados en la sangre del Cordero, y
quedar limpios de nuestros pecados, que ya no contarán jamás, porque el valor
pagado por Jesús y su vida sobrepasa todo el delito y cubre con la abundancia
de su Gracia salvadora. De rodillas,
anonadado, postrado en tierra, en profunda acción de gracias y sin
atreverme a pronunciar otra palabra ni expresar otro sentimiento que el de: ¡gracias, muchas gracias!
Y no se ha acabado esto,
Señor: hoy soy yo el que oro y el que siento el reflejo de tu luz, Señor, aquel
Jueves Santo, en el que hiciste lo que parecía que no podía ser más…, y sin
embargo todavía lo bordaste para la eternidad. La EUCARISTÍA no la inventaste
para un día. Y ya hubiera sido inmenso. Pero lo hiciste “a lo Dios” y nos lo
dejaste patente cuando concluiste el momento con aquel encargo a tus apóstoles:
Cuantas
veces hagáis esto, hacedlo en memoria mía hasta que yo vuelva. De modo
que tu milagro transformador del pan y del vino no era un gesto para el momento
sino una institución para toda la vida. Constituías SACERDOTES a los Once.
Creabas un semillero. Les dabas el poder de perpetuarlo toda la historia hasta
que tu volvieras… Y así, los siglos… Y así miles de hombres que recibían los
poderes de seguir realizando el misterio de la fe.
¡Y AHÍ ESTUVE YO! Pasaron siglos. En la
mente de aquel Jueves Santo estaba yo en la lista. Pasaron los 1960 (mal
contados) años del calendario gregoriano y un día sublime, inefable, yo cogía
el pan en mis manos y –sintiéndome sacerdote para la humanidad, Cristo en medio
de un mundo concreto y para un momento concreto- elevé mi voz ante el Altar y
dije con plena fuerza y convicción: ESTO ES MI CUERPO QUE SE ENTREGA POR
VOSOTROS, y allí, entre mis dedos apareció ¡¡¡JESUCRISTO!!! ¡Qué inmensidad! Yo era un Sacerdote que
podía trasfigurar el pan en el Cuerpo del Señor. Luego, el cáliz. Y aquella
apariencia de vino quedó transformada esencialmente en LA SANGRE DE CRISTO PARA
EL PERDÓN DE LOS PECADOS DEL MUNDO. Algo para no cambiarse ya jamás en otro
alguien, porque yo era el sacerdote de Cristo que había podido hacer visible,
real y vivo el misterio mismo del Jueves Santo.
¡DE RODILLAS, SEÑOR…!
Cuando comulgo con el Cuerpo del Señor, me identifico con Él que dió su vida para rescatarme de la muerte.Cuando me acerco al Sagrario para adorarte en la Eucaristía, y contemplo tu entrega, tu perdón y todos los signos de amor que nos has ido dejando día a día, me envuelve una ternura indescriptible y me siento toda yo envuelta en un amor divino sin merecerlo y me siento obligada a seguir una vida en coherencia con el modo que Él me ha enseñado.Y, cuando salgo de la Misa y termino mi Oración, una fuerza interior que, sin duda, viene de Él,me invita a arrodillarme para servir a los necesitados, a hacer lo que pueda, según mis posibilidades, El me anima a escuchar a las personas que están solas, y parece que me dice que, al hacerlo, me acuerdo de Él y yo lo adoro también cuando hablo con estas personas.. Mucho tenemos que agradecer a Jesucristo la institución de la Eucaristía...¡ Qué sería del mundo si los Sacerdotes no pudieran transfigurar el pan en el cuerpo de Cristo. También el cáliz en su Sangre para el perdón de todos los pecados del mundo!!!
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