Liturgia
Avanzamos en el proceso de la Cuaresma. Y hoy se nos
presenta como el momento de hacer un
cielo nuevo y una tierra nueva (Is 65, 17-21), lo que –de nuestra parte- es
ir haciendo nuevo el mundo concreto humano personal en el que nos desenvolvemos
cada uno, porque es el camino para hacer que se vaya produciendo una nueva
realidad de vida que prepara el cielo nuevo, el nuevo régimen de cosas por el
que la vida que depende de uno mismo se hace un presagio o antesala del cielo.
Un mundo que se prepara en el HOY, y que de lo antiguo ya no toma cuenta, salvo
que sirva para mejorar y perfeccionar en el momento presente. Hacia adelante,
en la esperanza, habrá gozo y alegría
perpetuo por lo que voy a crear. Es la promesa en la que se implica el
Señor: transformar Jerusalén, que viene a ser el símbolo de la ciudad futura
mesiánica de salvación, y por tanto el símbolo de la vida personal de cada
hombre y mujer, que debe ir buscando hacer
nuevas en sí todas las cosas. Sencillamente, lo que lleva en sí el tema de
la CONVERSIÓN, que debería resonar profundamente en el alma de cada persona, si
no fiera una palabra que de tanto repetirla se ha hecho manida y ha perdido su
intenso significado de ponerse el alma de cara a Dios, y ahí emprender ese
camino nuevo en que se concretan realidades personales que deben ir a mejor.
Gráficamente expresa Isaías que esa nueva Jerusalén va a
ser algo que transforma la vida en alegría, y en donde no va a quedar nada a
medias, ni niños malogrados, ni adultos que no cumplan sus muchos años. Hacia
esa realidad, más allá del signo y de la presentación gráfica, es hacia donde
debe moverse la vida de los cristianos que se toman en serio la Cuaresma como
un momento de impulso para recuperar el tono. En el coro de los monjes en que
se van cantando los Salmos, el que dirige tiene que ir elevando el tono al
empezar cada salmo, porque se ha producido un cierto desafinamiento durante el
canto del salmo. Hay que recuperar el tono original para que no se produzca un
deterioro en esa salmodia. Pues eso es lo que se busca y se necesita en la
Cuaresma cristiana. Lo normal de personas que habitualmente viven su vida
cristiana no es que se hayan producido grandes fallos. Pero sí una cierta “bajada
de tono”, fruto de la rutina del día a día. La CONVERSIÓN que se requiere no es
tan llamativa que necesite de un cambio radical, pero evidentemente hace falta
no dejarse llevar por esa monotonía diaria que hace su desgaste. Muchas veces
es la atención que hay que tener para advertir que en algo se ha cedido, y que
lo mejor es volver a recuperar ese tono vital que debe mantener el espíritu
evangélico.
Jn 4, 43-54 vendría a ser como un caso concreto y práctico
en el que algo se hace nuevo. Y es Jesús quien lo hace, cuando le viene aquel
funcionario del imperio con la angustia de un hijo suyo que se le muere, y pide
a Jesús que baje para curarlo. Jesús le dice que su hijo ya está sanado y el
funcionario cree y se va. Cuando sus criados vienen a avisarle de la mejoría
del hijo, él pregunta a qué hora sucedió, y le dicen que a la una.
¡Precisamente la hora en que Jesús le había dicho que su hijo estaba sanado!
San Juan no le
llama “milagro”. Le llama “signo”
como apuntando el sentido simbólico o significativo que tenía aquella ocasión.
Y encaja con el tema de este día en el que lo que se quiere señalar es la
novedad que pide la Cuaresma en el alma de los fieles. Ya se sabe que lo normal
no van a ser grandes cambios ni conversiones llamativas. De lo que se trata es
de ese “detalle” en el que se pone el acento a la búsqueda del “tono” que hay
que conservar y de vez en cuando elevar para que no se baje el buen sonido que
debe dar cada alma en su intento de respuesta a Dios.
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