Liturgia
Tengo la impresión de que las dos lecturas de hoy nos
presentan una misma realidad desde dos vertientes contrarias. La primera
lectura, en un caso de humilde actitud de súplica de perdón y misericordia, y
en el evangelio la postura contraria del que se muestra arrepentido para sacar
su provecho, pero él no está en disposición de perdonar a su deudor.
Vayamos por partes: Dan 3,25. 34-43, nos pone la oración de
súplica de Azarías, que es toda una humillada actitud del hombre que ora a
favor de su pueblo, con conciencia clara de un pueblo pecador. Clara conciencia
de pertenecer a un pueblo con antepasados fieles a la ley de Dios, y de ser un
pueblo favorecido por la promesa generosa de Dios. Pero un pueblo que ha abandonado
a su Dios y hoy es un pueblo empequeñecido, humillado por toda la tierra a
causa de nuestros pecados. Un pueblo que hoy no tiene ni príncipes, ni profetas, ni jefes, ni holocausto, ni
sacrificios ni ofrendas, ni un sitio para ofrecerte primicias, para alcanzar
misericordia. Es una descripción de fracaso profundo, que abaja y lastima y
que hace gritar desde lo hondo del alma el perdón y la misericordia de Dios,
único agarradero que le queda al que está orando desde su impotencia y dolor.
En el evangelio de hoy (Mt 18,21-35) encontramos a un
personaje que debe una gran suma de dinero, a quien se le pide ahora que pague
su deuda. Como le atañe directamente, y por otra parte no la puede pagar porque
es una deuda muy fuerte, suplica paciencia y tiempo y hasta llega a prometer
que la pagará. Le acucia a él y ve posibilidades de salida, porque uno es
siempre benévolo en el juicio de sí mismo.
El amo le perdona la deuda porque sabe que ni con paciencia
va a poder pagarla, y le vale más al amo usar de grandeza que de exigencia.
Pero las tornas se vuelven cuando el hombre perdonado es el
que encuentra a uno que le debe una pequeña suma a él, pues entonces se hace
implacable y exigente: Págame lo que me
debes. Y lo manda meter en la cárcel hasta que haya pagado la deuda total.
Quiere decirse que hay dos baremos en el corazón de ese hombre. Uno es el que
pide para sí y otro el que usa para el otro. Para sí es capaz de humillarse
para alcanzar su fin: que no le castiguen a él. Pero para su compañero de
fatigas usa la medida de la exigencia: págame
lo que me debes, siendo así que la deuda es muy corta y que a él le han
perdonado todo. Tendríamos aquí una falsa conciencia por la que el hombre no
utiliza la misma medida cuando se trata de sus propios intereses. Aquí no hay
actitud de arrepentimiento ni de agradecimiento por el perdón recibido. Muy
lejos de la actitud que nos ha presentado la 1ª lectura, donde había una
súplica humilde que se fundamentaba en el dolor de un pueblo aplastado por la
desgracia y el pecado.
El final de este evangelio es la denuncia de los otros
compañeros que hacen saber al amo lo que ese súbdito egoísta ha hecho. Y Jesús
concluye que se le retira el perdón recibido y ahora se le exige a él que pague
hasta el último céntimo, porque él no supo perdonar a su deudor.
Todo ha venido porque Simón Pedro ha preguntado a Jesús si
el perdón que se debe otorgar debe llegar a siete veces…, lo que ya es una
totalidad en la mente simbólica de los números, en la que se manejaban todos
perfectamente, y entendían que “siete veces” es una plenitud. Pero Jesús quiere
llevarlo –a su estilo- hasta una
exageración para hacerlo más patente, y le responde que no sólo “siete veces sino hasta setenta veces siete”:
siempre, totalmente. El perdón es una condición esencial en el desarrollo del
reino de Dios. Y Dios perdona precisamente en función del perdón que nosotros damos
a quienes nos han hecho algo. Ya lo hace constar Jesucristo en la oración-base
del discípulo, que entre las grandes peticiones incluye la del perdón de los que nos han ofendido,
perdón que puedo pedir porque nosotros ya
hemos perdonado a los que nos han ofendido.
Entonces, desde esa posición de arrepentimiento de la
propia falta y el otorgue del perdón a quien me ha dañado a mí en alguna cosa,
yo puedo elevar a Dios mi corazón arrepentido y suplicar ser objeto de la
misericordia divina. Que es seguro que no faltará, porque Dios es el primero en
saber perdonar.
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