Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de hoy nos propone el capítulo 15 de Evangelio de Lucas,
considerado el capítulo de la misericordia, que recoge tres parábolas con las
que Jesús responde a las murmuraciones de los escribas y de los fariseos. Estos
critican su comportamiento y dicen: “Ése acoge a los pecadores y come con
ellos” (v. 2). Con estas tres historias, Jesús quiere hacer entender que Dios
Padre es el primero a tener hacia los pecadores una actitud acogedora y
misericordiosa. Dios tiene esta actitud. En la primera parábola Dios es
presentado como un pastor que deja las noventa y nueve ovejas para ir a buscar
a la que se ha perdido. En la segunda es comparado con una mujer que ha perdido
una moneda y la busca hasta que la encuentra. En la tercera parábola Dios es
imaginado como un padre que acoge al hijo que se había alejado; la figura del
padre desvela el corazón de Dios misericordioso, manifestado en Jesús.
Un elemento común de estas parábolas es el expresado por los
verbos que significan alegrarse juntos, hacer fiesta. No se habla de
hacer luto, se alegra, se hace fiesta. El pastor llama a los amigos y vecinos y
les dice: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido” (v.
6); la mujer llama a las amigas y las vecinas diciendo: “Felicitadme, he
encontrado la moneda que se me había perdido” (v. 9); el padre dice al otro
hijo: “Celebramos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha
revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado” (v. 32). En las primeras dos
parábolas el acento está en la alegría tan incontenible que se debe compartir
con “amigos y vecinos”. En la tercera parábola está puesto en la fiesta que
parte del corazón del padre misericordioso y se expande a toda la casa. Esta
fiesta de Dios por aquellos que vuelven a Él arrepentidos es entonada como
nunca en al Año jubilar que estamos viviendo, ¡como dice el mismo término
‘jubileo’! Es decir, júbilo.
Con estas tres parábolas, Jesús nos presenta el verdadero rostro
de Dios, un Dios de los brazos abiertos, que trata a los pecadores con ternura
y compasión. La parábola que más conmueve a todos, porque manifiesta el
infinito amor de Dios, es la del padre que aferra a sí y abraza al hijo
encontrado. Es decir, lo que conmueve no es tanto la triste historia de un
joven que se precipita a la degradación, sino sus palabras decisivas: “Ahora
mismo iré a la casa de mi padre” (v. 18). El camino de regreso hacia la casa es
el camino de la esperanza y de la vida nueva. Dios espera nuestro volver a
ponernos en viaje, nos espera con paciencia, nos ve cuando todavía estamos
lejos, corre a nuestro encuentro, nos abraza, nos besa, nos perdona. Así es
Dios, así es nuestro Padre. Y su perdón cancela el pasado y nos regenera en el
amor. Olvida el pasado, esta es la debilidad de Dios. Cuando nos abraza, nos
perdona, pierde la memoria, no tiene memoria. Olvida el pasado. Cuando nosotros
pecadores nos convertimos y nos hacemos reencontrar por Dios, no nos esperan
reproches y durezas, porque Dios salva, acoge de nuevo en casa con alegría y
hace fiesta. Jesús mismo en el Evangelio de hoy dice: “habrá más alegría en el
cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que
no necesitan convertirse”. Os hago una pregunta, ¿habéis pensado alguna vez que
cada vez que vamos al confesionario, hay alegría y fiesta en el cielo? ¿Habéis
pensando en esto? Es bonito.
Esto nos infunde gran esperanza porque no hay pecado en el que
hayamos caído del cual, con la gracia de Dios, no podamos resurgir. No hay una
persona irrecuperable, nadie es irrecuperable, porque Dios no para nunca de
querer nuestro bien, ¡también cuando pecamos!
La Virgen María, Refugio de
los pecadores, haga surgir en nuestros corazones la confianza que se enciende
en el corazón del hijo pródigo: “Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le
diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti” (v. 18). Por este camino,
podemos dar gloria a Dios, y su gloria se pueden convertir en su fiesta y la
nuestra.
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