Liturgia:
Es muy interesante el razonamiento de
Pablo en 1Co.2, 10-16, y de una lógica clarísima. Con conocimientos y sabiduría
humana no se captan los temas del espíritu. Por usar una comparación, como hace
el apóstol, el cuerpo no puede captar las cosas del alma. Es desde el propio
espíritu como se conocen las cosas íntimas de la persona. Lo mismo que lo
profundo de Dios sólo lo conoce el Espíritu de Dios. Nosotros tomamos
conciencia de los dones de Dios porque las descubre nuestro mundo espiritual, nuestro
espíritu.
Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de
espíritu, lo hacemos con lenguaje espiritual. Y nos entienden. No podemos usar
ese mismo lenguaje con gentes que tienen atrofiado el sentido espiritual,
porque no pueden llegar a captar las cosas espirituales. Les parecen una
locura. Y esto lo tenemos más que comprobado cuando nuestras experiencias de
orden sobrenatural pretendemos explicarlas a gentes que carecen de ese sexto
sentido.
Acaba diciendo Pablo que nosotros tenemos la mente de Cristo. Es evidente que la fe nos sitúa en otro
nivel. Que desde la fe “comprendemos” lo que sin fe es imposible de acoger. Y
la fe nos introduce en la mente de Cristo para poder ver la vida desde la
mirada y la verdad de Cristo. No se improvisa. Es un don. Hemos de agradecer
haber recibido ese don. Nos resulta casi inexplicable que no pueda entendernos
el que no tiene esa fe. Y sin embargo es que carece del sexto sentido y que no
es que la persona sea peor. Es sencillamente que no tiene “el instrumento” para
poder captar. Muchas gracias tenemos que dar a Dios, porque puso en nosotros la
fe, esa dimensión sublime que nos hace poder ”comprender” lo humanamente
incomprensible, inabarcable. Y muchas gracias tenemos que dar a nuestros
padres, a haber nacido en un ambiente religioso y cristiano, y de nuestros
Maestros, que continuaron en nosotros la obra de la formación en valores
espirituales.
Nazaret había rechazado a Jesús, y Jesús no pudo hacer allí
la obra que había soñado hacer. Se marchó de allí para no volver más, y se
dirigió a Cafarnaúm, cercana (Lc.4,31-37), para seguir su labor. Y fue en el
sábado siguiente cuando Jesús actuó de nuevo, por una parte enseñando, y por
otra liberando de los malos espíritus. Se rebelaba aquel mal espíritu de un
hombre, que pretende poseer también a Jesús: Sé quién eres: el santo de Dios, lo que expresaba a grandes gritos,
espetando contra Jesús: ¿Has venido a
destruirnos?
Jesús no entra en conversación con el mal espíritu.
Sencillamente le conmina: ¡Calla y sal de
él! Y con uno de esos gestos que son típicos del espíritu el mal, que es
hacer una acción ruidosa que pretendería que fuese dañosa y llamase la
atención, sale del endemoniado tirándolo por tierra pero sin poder hacerle
daño, porque ya estaba bajo la protección de Jesús.
La gente se admira y pregunta qué tiene su palabra. También en Nazaret se admiraron, pero surgió
la crítica de un negativista que acabó arrastrando a los más exaltados para ir
contra Jesús. Aquí ahora en Cafarnaúm la admiración lo que hace es dejar
boquiabiertos ante la fuerza de aquella palabra que se impone al mal espíritu y
lo calla y lo lanza. Y lejos de la crítica lo que hay es un reconocimiento de
la autoridad de aquella palabra, y el poder para echar fuera todo lo que es
contrario a la obra del Maestro.
Quiero hacer parada en una realidad que ya he reseñado:
Jesús no entra en relación con el mal. No cabe diálogo con él. En el diálogo
con el mal espíritu se sucumbe siempre porque el demonio es ladino y sutil y
siempre enreda y acaba llevándose el agua a su molino. Por eso Jesús no le
pregunta cómo es que lo conoce, ni entra en ninguna explicación: opta por
mandarle callar e imponerle salir de aquel hombre al que tiene dominado y
poseído.
El gran error de muchos adultos que están jugueteando con
páginas de moral muy dudosa es el pecado del “diálogo” con el peligro. Empieza
por una aparente simple curiosidad, y siempre se acaba en la caída, que no se
había querido expresamente. Pero ese “flirteo” con el mal espíritu, ese sutil
engaño que padece (y al que se presta) el sujeto, acabará siempre con una
caída, y con su correspondiente aparente arrepentimiento de corazón. Pero no en
un aborrecimiento de la situación más que conocida, y que se viene a repetir
como en una fatal perenne e inmadura adolescencia.
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