Liturgia:
Creo
que merece la pena transcribir el texto completo de la 1ª lectura (1ª,11,17-26)
porque es elocuente por sí mismo. San Pablo se admira y se escandaliza de que
se pueda participar de la Eucaristía cuando hay divisiones y facciones entre los
miembros de la comunidad: Al prescribiros esto, no puedo alabaros, porque vuestras reuniones causan
más daño que provecho.
En primer lugar, he oído que cuando se reúne
vuestra asamblea hay divisiones entre vosotros; y en parte lo creo; realmente
tiene que haber escisiones entre vosotros para que se vea quiénes resisten a la
prueba.
Así, cuando os reunís en comunidad, eso no es
comer la Cena del Señor, pues cada uno se adelanta a comer su propia cena
y, mientras uno pasa hambre, el otro está borracho.
¿No tenéis casas donde comer y beber? ¿O tenéis
en tan poco a la Iglesia de Dios que humilláis a los que no tienen? ¿Qué
queréis que os diga? ¿Que os alabe? En esto no os alabo.
Y a continuación tenemos uno de los textos más sagrados que conserva la
tradición cristiana: lo que Pablo trasmite, a él le ha sido trasmitido. No
inventa. Viene de la época de los apóstoles, testigos directos del hecho. Y es
el relato más primitivo de la institución de la Eucaristía: Porque yo he recibido una tradición, que
procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la
noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de
Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros.
Haced esto en memoria mía».
Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar,
diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez
que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan
y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Todo ello exige de los participantes una actitud, un comportamiento: Por ello, hermanos míos, cuando os reunís
para comer esperaos unos a otros.
Todo este párrafo de la primera carta a los corintios tiene que resonar en
nosotros y plantearnos determinadas actitudes para nuestra participación en la
Eucaristía.
Engarza muy bien con esta lectura el texto del evangelio (Lc.7,1-10) con el
relato del centurión romano de Cafarnaúm, que se dirige a Jesús, a través de
intermediarios judíos, para rogarle la curación de un siervo enfermo.
Los intermediarios interceden ante Jesús diciéndole lo bien que se porta el
romano, que hasta les ha construido una sinagoga. Y Jesús se va con ellos en
dirección a la casa del centurión, cuando éste le manda un recado lleno de
humildad y en realidad de fe. Otra vez se vale de unos amigos para decirle a
Jesús que no tiene que venir: que basta que lo diga de palabra y su criado
sanará.
Yo me quiero detener en esa “oración”: Señor:
yo soy quién para que entres bajo mi techo; dilo de palabra y mi criado quedará
sano. ¿Cómo estaría dicho eso? ¿Con qué sentimiento? ¿Con qué convicción?
¿Con qué conciencia de lo que estaba diciendo?
Y me detengo en ese punto porque uno de mis intentos diarios es hacer que
los que van a comulgar, digan esas palabras no a lo papagayo sino como quien
habla personalmente con Jesús. No de rutina. No como un rollo que toca decir.
Sino con la emoción, la humildad, la serenidad de quien ruega y trasmite a
Jesús un sentimiento que se lleva dentro. Sabiendo lo que se está diciendo y
sintiéndolo.
Eso es lo que ganó el afecto y la admiración de Jesús en la forma en que
procedió aquel centurión. Y Jesús hizo honor a aquella petición, de modo que al
volver a casa los emisarios, encontraron al criado sano. Jesús había resuelto el
caso conforme a la fe del centurión. Como una mayoría de veces. “Tu fe te ha
curado”, “grande es tu fe”, “todo es posible al que cree”, y formas parecidas,
son las que usa Jesús para hacer eficaz la fe de los que acuden a él.
Jesús reconoció que en Israel no había encontrado una fe tan grande. Pablo
podría decirles a los fieles de Corinto que la Eucaristía hay que vivirla así.
Nosotros tendremos que aprender a dar a la Eucaristía ese gran valor intrínseco
que tiene, como memorial del sacrificio de Cristo; como celebración
privilegiada que se nos concede, como exigencia de un gran respeto a la
Presencia de Jesucristo, con sus consecuencias prácticas que no debemos ignorar
o pasar por alto.
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