SEMILLA LLENA DE VIDA
La parábola
de la semilla (diversa de la del “Sembrador”) tiene unos matices de delicadeza
que –a su vez- incitan al abandono y la confianza, algo que para un Primer Viernes
es bonito tener ante los ojos. Los planteamientos normales que tenemos que
hacernos en nuestra vida espiritual van en línea de exigencia y correspondencia.
La parábolas suelen plantear actitudes de respuesta. Hoy la parábola de la semilla (Mc 3, 26) lo
que se nos pone delante es el misterio consolador de la gracia [y si es gracia es que es gratuita), que nos pone
delante que la semilla que echa el labrador en el surco ya tiene en sí misma la
fuerza del crecer, por su misma naturaleza.
Al labrador no se le piden unas condiciones para que esa semilla brote y
luego crezca y acabe dando el grano. El labrador ha echado la semilla y ahora
duerme de noche y se levanta de mañana y la semilla ha empezado a matear.
Gran lección de la gratuidad de la
Gracia. Nosotros, por mucho preocuparnos
no podemos hacerla crecer más rápidamente. Tampoco es que el labrador se cruza de
brazos. Él no tiene en su mano una acción
directa para hacerla crecer. Pero sí
deberá cultivar la tierra con las labores que corresponden al buen labrador:
regar, escardar, abonar… Lo demás ya no
está en su mano. Su obra será la de
segar cuando la mies está en sazón y recogerla, pesarla, almacenarla. Pero, como dijo un día San Pablo, Apolo
sembró, Pablo regó, pero es Dios quien da
el crecimiento.
Todo eso debe ser recogido como
enseñanza que Cristo ha querido dejar ahí, para que conste claramente que la acción
de Dios en nosotros es puro regalo, y que nosotros no podríamos por esfuerzos
nuestros añadir un minuto a nuestra vida.
No estamos acostumbrados a este
lenguaje, y más bien hemos recibido una concepción de la vida de fe como un
comenzar nosotros a ser buenos para que el Señor se venga a nosotros. Siempre pensamos en el mérito de Zaqueo
subiéndose al árbol para ver pasar a
Jesús… Y no nos paramos en ver que Jesús “no pasó”, no se limitó a “verse pasar”,
y que quien toma la iniciativa de parase bajo el árbol, mirar hacia arriba y
llamar…, fue obra directa y libre de Jesús.
Que después supo ser correspondida por Zaqueo. Pero que todo se hubiera quedado en ver pasar si no es Jesús quien se
detiene.
También tenemos la otra expresión: Dios nos amó cuando éramos pecadores. Que por un hombre de bien, cualquiera es
capaz de hacer algo; pero por un pecador…:
sólo Dios es capaz de hacerlo
y lo hizo, y nos benefició a una humanidad que al fin y al cabo somos
tan poca cosa y podemos tan poco (y en el plano de la Gracia, tan nada).
Por eso estos días estamos teniendo
en las Misas diarias esa amplia reflexión de la carta a los Hebreos que nos
invitan a acercarnos confiadamente al trono de la misericordia…
El Primer Viernes debe siempre
acercarnos a ese Corazón de Jesús, trono de las misericordias divinas, dentro
de la cercanía humana, de Cristo Sacerdote, que se nos ha dado para que podamos
sentir la inmensa confianza del que fue
total y plenamente Hombre, y supo lo que era la realidad de la humanidad
sufriente o necesitada, para poder compadecerse.
Incluso podríamos purificar lenguajes
de una época que hoy nos pide otra formulación mucho más acorde con la
revelación. Entonces, los “Primeros Viernes” de mes – y 9 primeros viernes
seguidos comulgando- constituían una especie de seguro de salvación. Hoy hemos de tener un concepto mucho más
grande de la Gracia de Dios, y también más grande de nuestra actitud ante lo
sobrenatural, para que no hagamos una “mercadería” de nuestras obras de amor a
Dios. Y es que los Primeros Viernes
deben ser eso: no una mercadería con la que compro mi salvación final, sino un
acto de amor –también gratuito por mi parte- por el que yo amo a fondo perdido,
por el inmenso gusto de amar a quien tanto me ha amado primero. Sencillamente los Primeros Viernes expesaría
la gozosa actitud de quien se siente amado por Jesucristo, y sabe que lo noble
es amar…, porque amor, con amor se paga.
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