LITURGIA
Santiago (3,1-10) se detiene hoy en un punto muy concreto y lo
desenvuelve con amplitud y a base de comparaciones que lo hagan más fácil de
comprender: LA LENGUA, un músculo tan pequeño y sin embargo de tanta
influencia. Con la lengua bendecimos y con la lengua maldecimos. Con la lengua
hablamos lo bueno y hablamos lo malo. Con la lengua hacemos el bien y hacemos
el mal. Y la realidad es que se emplea con más frecuencia para el mal que para
el bien: Todos faltamos a menudo, y si
hay uno que no falte en el hablar, es un hombre perfecto. Y pone dos
ejemplos que expliquen la fuerza de la lengua: a los caballos se le doblega con
el “bocado”. Con una cosa tan pequeña se controla a todo el animal. O fijándose
en un barco, por grande que sea, se maneja y dirige con el timón, que es tan
pequeño, pero con él sigue el barco el rumbo que le señala el piloto.
Se llega a domesticar a los animales, incluso las fieras.
¡Y qué difícil es doblegar la lengua!: es
dañina e inquieta, cargada de veneno mortal. Con ella bendecimos a Dios y
maldecimos a los hombres. ¡Y eso no puede ser, hermanos míos!
La gente se acusa de “criticar lo normal”. ¿Y qué es “lo
normal” cuando se trata de decir algo que desdora de alguna manera al prójimo?
¿Consideraríamos normal la crítica que se hiciera sobre nosotros? ¿Nos daría
igual estar en boca de otros? Pues apliquemos la regla “en activa” para evitar
que con la lengua podamos hacer daño a alguien. El que no peca con la lengua,
ha dicho Santiago, es persona perfecta. No lo renunciemos y cuidemos lo mejor
que podamos de nuestro hablar.
Mc.9,1-12 nos pone delante el hecho especial de la
transfiguración del Señor, y no está por casualidad en este momento del
evangelio. No perdamos de vista los dos días anteriores en los que Jesús ha atornillado
fuerte el modo de estar con él y de seguirlo a él, insistiendo en el sacrificio
y en la cruz.
Jesús, con un modelo de pedagogía, quiere hacer ver que
toda esa realidad –que tiene que darse- no es lo definitivo, sino que la cruz
tiene otra vertiente luminosa y brillante.
Por eso, tomando consigo a Pedro, el escandalizado, y a
Santiago y a Juan, sube con ellos solos a una montaña alta… Que ya está
diciendo algo de elevación del pensamiento y de la concepción de la vida: una
montaña alta desde donde está más cerca el cielo y la visión objetiva de las
cosas de abajo.
Y allí su rostro resplandece; sus vestidos se vuelven
brillantes de blancos… Es como situarse en otra dimensión (que es lo que
pretende Jesús para que comprendan los apóstoles). Y allí aparecen Elías y
Moisés, dos representantes de la historia de Israel: Moisés, el legislador, y
Elías el profeta, que anunciaron siempre un Mesías que llevaba la exigencia en
su programa de vida. Y ambos personajes conversaban con Jesús. Están los tres
en la misma línea. Jesús no ha venido a romper lo anunciado desde antiguo.
A Pedro le gusta este panorama: ¡Qué bien se está aquí! Esto no es la cruz ni el padecer que le han
chirriado en sus sentimientos. Y se dirige a Jesús para preguntarle si hace
tres chozas en las que se alberguen Moisés, Elías y el propio Jesús…, pero
allí, en la cima del Tabor y entre los brillos de la transfiguración.
Explica el evangelista que estaban asustados y no sabía lo
que decía. Y por si les faltaba poco para ese temor sagrado, les cubre una nube
–signo de la presencia de Dios-, y sale una voz de la nube que dice: éste es mi Hijo amado (=el Mesías); escuchadlo. Ese Jesús, ese Jesús real;
el que anuncia la muerte y el que está transfigurado. Ese es el Mesías, ese es
al que hay que escuchar, al que hay que seguir. El mismo de la cruz y el mismo
Jesús luminoso.
Cuando los tres apóstoles se levantaron del suelo, adonde
se habían postrado por el temor, miraron alrededor y se encontraron con la
realidad diaria: ni estaba Elías, ni Moisés; ni había nube ni manifestación
llamativa: sólo Jesús, el Jesús de siempre, el Jesús conocido. Él y ellos. Como
el resto del año.
En la bajada del monte Jesús les advirtió que no contasen
nada de aquello hasta que Él hubiera resucitado de entre los muertos (con lo
que volvía al principio de todo: la muerte de Jesús). Y eso se les quedó
grabado y discutían entre ellos qué quería decir lo de resucitar de entre los
muertos. ¡Es que no se tragaban el misterio de la muerte ni aún después de la
experiencia tenida!
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