LITURGIA
El tribuno romano estaba en Cesarea y hasta
allí llegó el rey Agripa para cumplimentar a Festo, y allí se detuvieron varios
días. Festo expuso al rey el caso de Pablo, un prisionero dejado allí por
Félix. (Hech.25.13-21). Le expone el caso que vimos ayer, y que Festo no
entiende, porque le presentaron a Pablo con acusaciones que luego él pudo
comprobar que no se trataba de culpas de algo sino de dimes y diretes de
aquellas religiones que había en Jerusalén. Y perdido entre aquellos detalles,
Festo, que estaba en Cesarea, propone
entonces a Pablo ser llevado a Jerusalén para juzgarlo allí. Pero Pablo ha
apelado al César de Roma, por lo que le ha dejado en la cárcel hasta que se
realice su traslado y sea juzgado por el emperador.
No se pueden sacar muchas conclusiones prácticas de tal
narración, puesto que es un relato dentro de los personajes romanos que se han
concentrado en Cesarea.
¿Por qué Pablo apeló al César? Posiblemente aburrido ya de
su situación en la que iba de una discusión a otra sin poder sacar nada en
claro. Roma no estaba infestada por saduceos y fariseos –en definitiva- por los
judíos, y Pablo buscaba un juicio sin interferencias y dentro del derecho
romano, uno de los más prestigiosos del mundo y que ha trascendido los estudios
de Derecho de siglos y siglos.
El evangelio nos lleva ya al final del último capítulo de
San Juan (21,15-19) y es el diálogo solemne de Jesús con Simón Pedro, en el que
Jesús pregunta al apóstol distinguido si lo
ama más que los otros. No era en balde aquella pregunta concreta. En la
cena, Simón había blasonado de no ser infiel al Maestro aunque los demás lo
fueran. Se puso en parangón con los demás y se sintió más fuerte y seguro que
los demás. Luego la vida vino a decir su realidad, con aquel Simón acobardado
que negó a su Maestro, hasta con juramentos y expresiones que pretendían
presentarse como ajeno y desconocedor del Maestro. Aquello había de dejarlo
ahora en su verdadero lugar, y Jesús vino a preguntarle en comparación con los
otros, cuál era su grado de amor: ¿Más? ¿Igual?
Y Simón tenía aprendida la lección y se limitó a asegurar
que tú sabes que te quiero. No sólo
“más” o “menos” sino lo que no tiene vuelta de hoja: “lo que tú sabes”. Y Simón
estaba muy seguro de que Jesús lo sabía.
Hago siempre la advertencia del cambio de verbo usado por
Jesús y por Simón Pedro. Son dos matices del amor: amar es un amor genérico. Te
quiero es una expresión cordial que va más allá del amor y expresa cariño y
cercanía: estoy contigo.
Tres veces le preguntó Jesús a Simón por ese amor, con la
particularidad de que la tercera vez, Jesús emplea ya la expresión del querer y no del “amar”. Tres veces: a mí
no me gusta la idea pero muchos interpretan que a tres negaciones correspondían
tres afirmaciones. Puede valer. Sólo que a mí no me encaja que Jesús llevara a
Pedro a aquella experiencia del “mano a mano”. Pero no la puedo negar, si no es
desde mi personal concepción del Corazón de Jesús, que no lo veo haciendo que
Pedro pase por el recuerdo de sus negaciones, a las que tiene que reparar. No
va con mi concepción de la magnanimidad del Corazón de Cristo, al que veo mucho
más grande que todo eso.
Simón Pedro acabó rendido y no fiándose nada de sí y
confiándose todo entero a Jesús: Señor, tú sabes todas las cosas y tú sabes
que te quiero. No se apoya más que en esa realidad.
De hecho el Señor, desde la primera pregunta ya le estaba
poniendo a su futura iglesia en sus manos: apacienta
mis ovejas, apacienta mis corderos. Por tanto no hubo dudas en Jesús de que
Pedro lo quería. Hubo en todo el episodio más pedagogía que otra cosa.
Y llevando ya el tema al extremo, Jesús le asegura a Pedro
la identidad de camino que va a recorrer con el Maestro: Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde
querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te ceñirá y te
llevará adonde tú no quieras. Y apostilla el evangelista: Indicando el
género de muerte con que iba a dar gloria a Dios. Pedro murió en el martirio de
la cruz, como su Maestro, extendiendo las
manos y ceñido por otro y llevado adonde no quisiera.
Estamos ante una de las páginas más brillantes y gozosas
del evangelio de Juan, en un capítulo añadido con posterioridad a haber puesto
su epílogo primero al capítulo 20.
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