LITURGIA
. San Juan hace un juego de palabras con la expresión
“pecado”. De una parte, el pecado es del demonio. De otra todo hombre peca y el
que dice que no tiene pecado es mentiroso. Y es que habla en dos sentidos: el
“pecado que es de muerte” (que es el pecado que quita la amistad con Dios), y
el pecado de la vida diaria que “no es de muerte”, pero al que también hay que
combatir.
Al “pecado de muerte” (que es del demonio) hay que
combatirlo con todas las fuerzas, porque asemeja al demonio, que peca desde el
principio. Ahí hay que poner soluciones drásticas, como cuando Jesús habla
parabólicamente de cortarse la pierna, el brazo o arrancarse el ojo, porque no
podemos consentir que el demonio habite en el interior del corazón ni un solo
segundo.
El pecado que “no es de muerte” hay que irlo dominando,
porque todo el que ha nacido de Dios, no
comete pecado porque su germen permanece en él y no puede pecar porque ha
nacido de Dios. Y Juan sabe que “siete veces al día cae el justo”, pero son
pecados no de muerte, son deficiencias, son situaciones semideliberadas o tan
espontáneas en un determinado momento, que no tienen cabida en la conciencia de
la persona: no llegan a mancharla. En
esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo. Todo el que no obra
justicia (bondad, limpieza, lealtad), no
es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano. Aquí se retrata Juan,
que lleva grabada en el alma la enseñanza del Maestro, y el amor al hermano va
en paralelo al amor a Dios. Y vive la justicia (está en el fiel, en el punto
justo) el que ama a Dios y ama a su hermano.
Pasamos al evangelio, también de San Juan, comenzando su
narración sobre la persona de Jesús. El Bautista estaba con su grupo de
discípulos cuando vio pasar a Jesús y lo señaló con el dedo: Este es el Cordero de Dios.
(Jn-1,35-43). Dos de aquellos discípulos se sienten atraídos por la presencia
de Jesús y se van tras él y lo van siguiendo. Jesús se vuelve a ellos y les
pregunta: ¿Qué buscáis? Era un
momento emocionante. Era la primera vez que alguien se iba tras de Jesús. Jesús
pregunta con delicadeza y sin condicionar una respuesta. Era lógico que en
aquellas veredas tres hombres no siguieran su camino en solitario, y Jesús se
hace el encontradizo.
No buscaban “algo”. Se interesaban por ese Jesús que les ha
presentado el Bautista como “el Cordero de Dios”. Y respondieron a tumba
abierta no ya si buscaban algo sino dónde
vives, mostrando así el deseo de estar con él y acompañarlo en su vivienda.
¡O algo más que “un sitio”! La realidad es que lo buscaban a él.
Y Jesús les respondió con una invitación: Venid y lo veis. No se trataba de un
“aquí” o un “allí”. Se trataba de sí mismo. Y eso no se define con un lugar
sino con un encuentro: Venid y lo veis por vuestros propios ojos…, por nuestra
conversación, por la convivencia de unas horas.
Y la experiencia fue tan fuerte que cuando ya, a la caída
de la tarde, se despidieron, en el corazón de aquellos dos hombres había un
fuego especial. Lo sabemos en concreto de Andrés –que era uno de los dos- que
cuando se juntó con su hermano Simón, no pudo menos que decirle: Hemos hallado al Mesías.
Simón,
algo socarrón, debió pensar que aquello era una exageración o emoción de su
hermano, y seguramente expuso sus dudas. A lo que Andrés respondió casi con las
mismas palabras de Jesús: Ven y lo ves. Dice el evangelio que lo condujo a
Jesús.
Y
Jesús lo ve venir y se prenda de él por esas elecciones peculiares que son
propias del Maestro. Y antes que Simón pudiera indagar, Jesús se le adelanta y
lo coge por donde más podía influir en aquel hombre: Tú eres Simón, el hijo de Juan; Tú
te llamarás Cefas (que se traduce Pedro) y que significa Piedra rocosa,
algo fuerte y contundente. Y Simón no tuvo palabras. Le había dado en la diana.
Aquel cambio de nombre sólo podía hacerlo alguien muy superior “de parte de
Dios”. Realmente aquel Jesús era el Mesías de Dios. Y un nombre como el de
“Cefas” era tan significativo para un judío que Simón se dio por cogido en su
más profundo ser. Ya no se soltaría nunca de Jesús, aunque ahora mismo no había
sido llamado a un seguimiento. Pero el nombre nuevo le auguraba una misión que
sería determinante en su vida.
La
gran lección que se deduce de este hecho evangélico es que no vale discutir con
quien no acepta la fe. Pero se le dan unos evangelios y se le invita a leerlos
con buena fe: “Venid y veréis”. El resto ya lo hace el contacto con Jesús. Que
Jesús se encargará de darle a la persona ese “nombre nuevo” que le toque en el
fondo del alma.
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