LITURGIA
. Quis había perdido unas burras y envía a su hijo Saúl a buscarlas.
(1Sam.9,1-4.17-19 y 10,1). Saúl era un mozo bien plantado y alto de estatura.
Recorrieron varios lugares y no encontraron a los animales. Pero Samuel lo ve
venir y recibe el oráculo de Dios que es ese al que tiene que ungir rey.
Samuel derrama aceite sobre su cabeza y lo besa, diciendo: El Señor te unge como jefe de su heredad.
Regirás al pueblo del Señor y le librarás de la mano de los enemigos que le
rodean.
Cierto que nombrarles un rey a aquel pueblo era contrario a
los proyectos de Dios, y que era el pueblo el que había querido así aun en
contra de los avisos de Samuel. Pero Dios sigue en la brecha y no abandona a
aquel pueblo y le revela a Samuel que Saúl es el hombre que puede ser rey. No
se ha apartado Dios, aunque podía haber dejado solo a aquel pueblo
desagradecido. Pero la misericordia de Dios sobresale siempre.
Que el pueblo tenga sus caprichos, y aun caprichos contra
lo razonable y que le pueden llevar a la ruina, no implica que Dios lo deje de
la mano para que pueda estrellarse. Sigue Dios estando ahí e inspirando. Con
infinita paciencia, Dios acompaña al pueblo aunque sea a distancia y aunque sea
dejándolo tropezar porque Dios no interviene para impedir los desastres que se
busca el pueblo irracional. Con la mano derecha le deja caer en sus locuras,
pero siempre está el brazo izquierdo de Dios para recoger providencialmente al
pueblo extraviado.
Si hace unos días teníamos la vocación de Simón, Andrés,
Santiago y Juan, hombres llanos pescadores, limpios de sentimientos al contacto
con la naturaleza en su labor de pescadores, hoy nos cuenta Marcos (2,13-17)
otra vocación, de un hombre infestado por el dinero y la política: Leví,
publicano, cobrador de impuestos. Y, como antes hiciera con los otros, pasa
Jesús junto a él y le dice: Sígueme.
No dejaba de ser una novedad para aquel hombre (por Mateo se le viene a conocer
en otro evangelio), acostumbrado más a las protestas y quejas de la gente y al
desprecio de los fariseos, y que ahora se sentía llamado por el Maestro, de
quien ciertamente a él le había llegado la fama por las obras que hacía. El
Maestro, un hombre santo, que venía a llamarlo a él, un publicano, un pecador
despreciado por los santones de la sociedad judía.
Leví no lo dudó. Aquello era como un fogonazo profundo que
lo dejaba deslumbrado. Y se levantó del mostrador en el que estaba y se fue
tras de Jesús.
Y lo hace con tal alegría que organiza una fiesta de
despedida de sus compañeros de fatigas, hombres de mala fama social, y a la que
invita también a Jesús y a sus actuales discípulos.
Estaba, pues, Jesús a la mesa, participando del banquete y
surgen las consabidas protestas y críticas de los fariseos y doctores de la ley
judía, escandalizados de que Jesús, tenido por hombre santo por las gentes, se
entremezclara con aquella ralea de personas. Y no se les ocurre otra cosa que
trasladar su escándalo a los discípulos: ¿Cómo
es que vuestro Maestro come con pecadores?
Jesús escucha y responde con su ironía y la fuerza de su
razón: No necesitan de médico los sanos
sino los enfermos. No he venido a llamar a justos sino a pecadores.
¿Despreciaba Jesús a los justos? A los verdaderos justos no
los despreciaba. Simón y Andrés, Santiago y Juan, podían estar en esa categoría
de hombres limpios de corazón. Para Jesús los verdaderos justos eran tan
acogidos como cualquiera. No así los falsos justos “santones” farisaicos, que
se las daban de justos pero tenían su corazón ennegrecido por sus pasiones y su
soberbia. A esos “justos” no ha venido a llamarlos Jesús. Los fariseos
seguirían en sus trece. Pero a los publicanos, hombres considerados pecadores y
en el fondo nobles, a esos sí les viene Jesús. Ellos tienen más capacidad de
conversión y de cambio. Y la prueba era el propio Leví.
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