LITURGIA
Comienza la carta de San Pablo a los Romanos
(1,1-7) y en este comienzo Pablo se presenta como escogido para predicar el
evangelio de Dios, el único evangelio, cuyo núcleo es Jesucristo, por cuyo
poder han sido llamados los gentiles, y por tanto los romanos. Ellos también
están llamados por Cristo Jesús, a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte
de su pueblo santo. A ellos, pues, desea
la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
En el evangelio (Lc.11,29-32) tras aquella emoción de la
mujer que bendijo a Jesús en su madre, Jesús retoma el tema que le habían
planteado: querían un signo. Y Jesús dice que es una generación perversa y
adúltera (aquí sí que pega esta expresión) que pide un signo, como si no
hubiera sido suficiente el signo de expulsar un demonio.
Y Jesús les dice que el signo que les da es el de Jonás:
que fue un signo para los habitantes de Nínive, predicándoles la amenaza de
Dios, y que aquella ciudad se convirtió. Y Jesús es más que Jonás, y sin
embargo ellos no se convierten.
O es el signo de la reina del Sur, que se vino desde los
confines de la tierra a admirar la sabiduría de Salomón. Y Jesús es más que
Salomón. Por eso los mismos habitantes de Nínive se alzarán contra esta
generación y harán que la condenen porque no se convierten por la predicación
de Jesús.
Muchos se escudan hoy en que quien predica es la Iglesia, y
no se paran a mirar si esa predicación es precisamente el evangelio de
Jesucristo, y que por tanto es el mismo Jesucristo quien está dando su
evangelio. También pretenden que el evangelio baje a los detalles de una
casuística, y por eso no siempre encuentran dicho en el evangelio el punto
concreto que les salga al paso.
Ya San Pablo concreta mucho la enseñanza de Jesús y aplica
a realidades de la vida diaria los principios evangélicos. Pero se siguen
escudando muchos en que eso es ya la mente de San Pablo y no la de Jesucristo.
La realidad es que tan Palabra de Dios es lo uno como lo otro, y que las cartas
apostólicas son el primer comentario autorizado de la enseñanza de Jesucristo,
que dejó los principios para que se fueran concretando a las circunstancias de
cada era cristiana.
Aparte de eso está
que la revelación de Dios no se reduce a la palabra escrita de los
textos bíblicos sino que está también en la Tradición de la Iglesia. La
TRADICIÓN no es lo mismo que “las tradiciones” que se van comentando de unos en
otros, sino que es toda la acción del Espíritu Santo sobre los maestros de la
Iglesia, en la que están desarrollándose paulatina y progresivamente los
principios básicos a través de la experiencia espiritual de esa Iglesia.
Por eso no es menester que en el evangelio esté todo
definido y concretado, sino que –desde el pensamiento y la palabra de Jesús y
la revelación de Dios- se va haciendo actual en cada época de la historia la
obra magisterial de la Iglesia.
¿No sería irrisorio que hoy nos quedáramos con lo que
entendieron los fieles del siglo I, en los momentos iniciales de la Iglesia
naciente, y en unas culturas incipientes? ¿No sería absurdo pensar que hoy todo
el pensamiento y desarrollo de la doctrina de la Iglesia se quedara en lo que
podía captar la cultura del siglo XV? El proceso de la vida va en continuo
desarrollo, y la Iglesia no es un monolito de piedra inmóvil, sino que va
encontrando la respuesta bíblica que corresponde a una nueva era y a un cambio
en las culturas.
Lo que sí quedará patente en la TRADICIÓN de la Iglesia es
que no hay contradicción entre lo que creyeron los fieles del siglo I y los del
siglo XV y los del siglo XXI. Se ha desarrollado pero en un proceso de
crecimiento. Como en el cuerpo humano: el adulto no tiene menos o más miembros
que el niño recién nacido. Sólo que se han desarrollado. Pero el cuerpo humano
es el mismo según su naturaleza.
Así ocurre con la vida de la Iglesia: es la misma que fundó
Jesucristo. Pero su desarrollo va siendo paralelo con la adultez de la vida y
la realidad de esa vida en el plano humano. A más desarrollo de la vida de la
humanidad, la Iglesia tiene que seguir extrayendo del depósito de la fe, las
concreciones en las que ha de expresarse en el momento actual.
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