16ª.- AGUARDAD EN JERUSALÉN (Lc 24, 44-49)
Cuando San Lucas se explaya en aquella
aparición a apóstoles “y compañeros”, en el Cenáculo, su narración contiene
mucha más materia que la que hemos visto.
Lo primero es que ahora tienen que comprender, y como que actualizar, aquellas palabras que os dije cuando aún
estaba con vosotros que conviene que se
cumplan todas esas cosas que estaban escritas en Moisés y en los profetas y
Salmos. Y como repitiendo ahora
en el grupo lo que ya había explicado a los de Emaús, les va abriendo la mente para que comprendieran el sentido de las
Escrituras. Así está escrito: que el Cristo tenía que padecer y resucitar de entre
los muertos al tercer día.
Ahí está el núcleo de las
Escrituras.
Pero no se pueden entender sino predicando en su Nombre la penitencia y el perdón de los pecados a todas la naciones, empezando
por Jerusalén. Y ya les anuncia
que Él se va al padre (entroncándose este relato final de Lucas con el comienzo
de los Hechos de los apóstoles, en donde desarrolla más el momento de la
despedida, antes de la Ascensión.
Pero antes les hace saber que
ellos deben permanecer todavía en Jerusalén. Es verdad que ahora conocen ya ese meollo
hondo de las Escrituras que, aunque tantas veces sabido y repetido en sus
sinagogas, no habían llegado nunca ni a comprender…, ni a poder ni querer
comprender. Por eso no es suficiente que ahora “lo sepan”, lo tengan
explicado. “No el mucho saber –dice San Ignacio de Loyola- sino el regustarlo desde la inspiración de
Dios. Por tanto, “quietos y parados”
con esa humildad indispensable para saberse “inútiles” para expresar tal
misterio. Tenéis que quedaros ahí, hasta
que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.
En efecto: sólo cuando venga ese
Espíritu Santo, el que penetra los corazones, el que adentra en las entretelas
de Dios…, el que nos hace “ver” con una luz nueva y divina que cubre y
sobrepasa todo conocer humano…, hasta que no haya penetrado en vuestros poros
el viento impetuoso que nadie sabe de dónde
viene ni adónde va, pero que viene del Espíritu del Padre y de Cristo…
Estamos de nuevo tocando esos signos de que habla San Marcos. Esas lenguas
nuevas, que son lenguas de fuego…, que queman las escorias; que transforman el corazón y penetran la otra
región del mundo interior y así elevan
al sobrenatural, y hacen capaces de “otro lenguaje”. Y no es cuestión de “palabras”, sino de ser
revestidos (nuevo ser que ya no es quien era, sino hecho nueva criatura). El apóstol tiene que trasmitir al mismo Espíritu
de Dios. Tiene que estar por encima de venenos y serpientes; tiene que expulsar demonios egoístas, individualistas,
que nunca piensan en los demás porque encierran en sí mismo y en la pobre visión
humana –miope- de la vida.
”Recibir la fuerza de lo alto” es perder el miedo, es sacar el
Evangelio del Cenáculo y lanzarlo a la calle y a las plazas, sin avergonzarse. Sin temer ser incomprendido o señalado con el
dedo.
“Recibir la fuerza de lo alto”
es haber echado primero muy hondas raíces en el Jerusalén de la oración, ¡de
horas de oración!, de honrada oración para conocerse uno a sí mismo y para
poder comunicar –como el padre de familia- “que
saca de su arca cosas nuevas y antiguas”; tan antiguas como tantas veces leídas…,
tan nuevas como iluminadas por un foco diferente que insufla vida.
LITURGIA DEL DÍA. San Marcos.
Discípulo y acompañante de San
Pedro en Roma, el evangelio que hoy recoge la liturgia es el tan recientemente
expuesto.
La 1ª lectura –de la primera
carta de san Pedro- se abre con una exhortación a la humildad internamente sentida,
porque lo contrario lo rechaza Dios. El
cristiano se sitúa seguro bajo la poderosa mano de Dios. Poderosa y providente “para que a su tiempo os levante”, (¿Estaría
recordando Pedro aquel momento de la mano de Jesús cubriendo su hondo dolor,
mientras él se refugiaba en su pecho?). ¡Descargad en Él todo vuestro agobio! Y no temáis a los demonios esclavizantes, que
nada pueden si uno no se mete en sus
fauces. El poder s de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡GRACIAS POR COMENTAR!