SÁBADO 3º DE CUARESMA
Después de dos días de pedagogía divina, hoy salta el Señor el cerrojo del misterio y explica lo que ha perseguido.
Queja muy fuerte, dolor muy grande, y casi desesperanza ante un pueblo al que es inútil hablarle y explicarle porque siempre cae en saco roto cuanto se le dice. Y sin embargo, se abre el Corazón de Dios a la misericordia y a la promesa generosa de dones, que tendrán su mayor expresión en hacerse presente Dios mismo. “Los amaré sin que se lo merezcan”.
Hoy se explica el Señor ante ese pueblo: ¿Por qué habéis sufrido? ¿Por qué os he dejado sufrir? Porque como buen padre he tenido que provocar en vosotros ese vacío, ese castigo de padre hacia su hijo para que deje las malas prácticas y reconozca que es volviendo al buen camino como puede ser feliz. Mi Corazón quería para vosotros MISERICORDIA. No quería el sacrificio, ni el dolor, ni la muerte. Y vosotros habéis recapacitado y habéis madrugado para volver, dándoos cuenta de que era conmigo con quien encontraríais. Salvación…, aurora que anuncia el día, luz que brilla en vuestro horizonte.
Escenificación preciosa la que hace Jesús de esta realidad, en la parábola del Evangelio. El fariseo es el representante genuino del pagado de sí mismo, del afán de protagonismo, del sentirse más que otro. Es el que se sitúa delante, el que ora de pie, el que trae por delante sus “títulos”, y el que espera así la recompensa. No es precisamente el modelo de gratuidad. Y Jesús declara –que esta es la fuerza de la parábola- que no salió de allí justificado. No; al contrario. Tan delante se había puesto, tan engreído, tan con “derechos”, que sale peor que entró.
Deseaba corregir algunos fallos, pero no encuentro el signo que me conguzca a poder corregir.
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