EL TORMENTO DE LA CRUZ
Llega Jesús a la Colina de “la calavera”. Extenuado. Como con una extraña sensación de alivio, porque ya no puede caminar más.
Allí estaban enhiestos los tres mástiles verticales preparados para los condenados. Ante el vástago central, sitúan a Jesús y le desnudan. Podríamos decir que le desuellan, porque sus vestidos se han pegado a la sangre reseca de la llaga inmensa de sus espaldas. Y con las mismas, obligado a tenderse en el suelo , -sobre esas mismas espaldas, Un suelo desigual, arenoso, raspeoso y con algunos guijarros, como propio de una colina terriza. Aquello es insufrible.
Ya hay ahí un punto que obliga a parar la cámara, y observar que para ser crucificado ha tenido que ser desnudado. Que no llega uno a dejarse crucificar si primero no queda desnudo de sí, de todo su YO, e incluso de muchos apoyos del tipo que sean. ¡Es lo más difícil! Porque sabe uno que no es quitarse plácidamente, con el mimo con que uno se trata a si mismo hasta en los mismos sufrimientos, que siempre se busca mitigarlos de alguna manera, aunque sea el simple comunicar ese dolor que se padece. Cualquiera necesita apoyos, y por supuesto afectivos. Y llega ese momento en que lo que ocurre es que le arrancan a uno la misma piel, o uno tiene que arrancarse tanto de sí que tiene que perder la vida para poder recuperarla. Y que el propio Jesús ya lo había anunciado así. Y, consecuente siempre, ahora va Él por delante, en carnes vivas, padeciendo también la vergüenza de aquel despojo público, con tantos espectadores ávidos de sangre y de muerte.
Y colocado el madero casi a guisa de almohada, le estiran los brazos con cuerdas, has descoyuntarlo, para que sus brazos lleguen a los orificios ya abiertos para los clavos en la madera. Y con horrorosa inhumanidad –todo aquello era inhumano-, atraviesan sus muñecas a golpe de martillo, con aquellos clavos tan irregulares. El dolor contorsiona todo el cuerpo. Jesús llora de dolor, Los tendones rotos engarrotan sus pulgares, y el pecho jadea al sufrir sus músculos la tensión enorme del estirazamiento. Golpe a golpe, estremecido todo el cuerpo, queda fijado por las manos el cuerpo de Jesús. Y ahora toca izarlo hasta el mástil, con la única sujeción de los clavos que atraviesan sus manos, y, casi péndulo todo el cuerpo.
Encajados los maderos, clavan uno al otro, cimbreándose el cuerpo ante cada golpe, a la vez que otro de los soldados-verdugos le fuerza los pies para situar uno sobre el otro y volver a esa brutal acción de atravesarlos con un clavo de mayores dimensiones. Y todavía unos golpes más al poner sobre la cabeza de Jesús el letrero con la causa de su condena: Jesús Nazareno, rey de los judíos., con esa nueva repercusión sobre el ya inmenso dolor que está padeciendo Jesús, el condenado por inocente. Ha quedado Jesús, por fin, puesto en alto…
La pregunta que uno se hace es cómo se puede soportar todo eso. ¿Cómo hay persona que resista tamaña tortura? Desde luego basta mirar el rostro desencajado del crucificado para hacerse una lejana idea de lo que está sufriendo. Y que, asfixiándose por no poder tomar aire para respirar, no tiene más puntos de apoyo que los brazos clavados, para tirar de ellos y sí henchir mínimamente sus pulmones, y apoyándose en unos pies forzados uno sobre otro, y atravesados por el mismo clavo. Lo que el crucificado padece son espasmos terribles porque nunca pude respirar a fondo, porque le vence el dolor antes de poder inspirar el aire.
A derecha e izquierda los dos malhechores. Siempre nos los han presentado sin clavos que fijen a la cruz, sino amarrados fuertemente con gruesas cuerdas por todo el antebrazo. La verdad que no sabría decir por qué. O dicho de otra manera, ¿por qué a Jesús se le clavó y a ellos no? No es pregunta que ahora nos va a llevar a mucho, pero pude quedar ahí, y sacarnos conclusiones. El de la izquierda, protesta, se desespera, blasfema contra Jesús. En su desesperación se suma al reto infernal de la muchedumbre que le grita a Jesús: Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos en ti. No puedo menos que hacer presente ahora aquella escena –más simbólica que real- del demonio que lleva a Jesús al alero del Templo y lo desafía a tirarte de aquí abajo, y Dios enviará a sus ángeles para que tu pie no se estrelle contra las piedras. Aquello es ahora evidente tentación real: los sacerdotes, el pueblo, el malhechor, instigan a Jesús crucificado a bajar de la cruz, y creerán en Él. ¡Qué tentación más enorme! Y Jesús tiene que agachar la cabeza y demostrar que es el Hijo de Dios, precisamente porque no baja de la cruz…, porque está llevando hasta el final, a consumación, la obra comenzada. Jesús está hecho de esa pasta. Jesús se ha dejado desnudar, y no sólo de unos vestidos que cubrían su cuerpo. Es ahora la desnudez rasgante de la humillación asumida de ser así mofado en lo más vivo de su ser y su razón de ser.
Y encima de todo , se le ocurre expresar en voz audible: Perdónalos, Padre, que no saben lo que hacen. ¿Estás delirando, Señor? ¿Cómo puedes decir eso? Es evidente que Jesús no miente. Los verdugos hacían su trabajo. Pero no sabían lo que hacían en este momento. La masa amorfa que gritaba, ¿qué hacía sino dejarse mover por ese instinto animal, por otra parte instigado por los jefes, por los sacerdotes, los representantes del pueblo? ¿Pilato, el que dio la sentencia? ¡Tenían más culpa los que le habían entregado a Jesús! Así lo había declarado el propio Cristo. Entonces, los culpables son los sacerdotes… Y sin embargo, seguía siendo verdad que no sabían lo que hacían, porque si lo hubieran sabido, nunca habrían crucificado al Señor de la Gloria. Al final, Jesús ha dicho una verdad. “No sabían lo que hacían” ¿Acaso sabe la desbocada sociedad y la inhumana humanidad lo que está haciendo al cabo de siglos de aquella tragedia? ¿Es que yo sé lo que hago cuando estoy dando los martillazos sobre el Corazón de Cristo, hasta hundirle mi pecado, a golpe de inconsciencia y culpable ignorancia, en lo más profundo de su alma? Tendrá Jesús que seguir diciendo hoy, ante este mundo sin corazón: “Perdónalo, Padre, porque NO SABE LO QUE HACE”.
DOMINGO 4º DE CUARESMA
Lo difícil de digerir a primera vista son las expresiones que recitamos en el Salmo: Que se me pegue la lengua al paladar; que se me paralice la mano derecha si no me acuerdo de Ti. En una sociedad hedonista donde no hay ni sentido real de lo que supone alejarse de Dios, es muy difícil entenderlo. Posiblemente lo podían captar mejor aquella as generaciones que expresaban su sentir profundo con un Antes morir que pecar, que ha dado tantos santos y héroes anónimos que lo han vivido, posiblemente, en el mayor de los silencios y aceptaciones impresionantes. A lo mejor lo expresarían muy bien muchas de aquellas madres de familia y amas de casa, y jóvenes de corazón limpio, que tuvimos en una historia no demasiado lejana.
Responde el Salmo a esa historia penosa de un pueblo que dejó que su corazón se ausentase de Dios, cometiendo desmanes contra su propia Ley, y siguiendo las costumbres abominables de los paganos. Y pagaron su degradación con la invasión de un pueblo que los deportó fuera de su patria y les arrasó lo más querido y más sagrado para ellos: patria, templo, identidad… Al final, también sale Dios a través de otro Rey que llega al trono y devuelve al pueblo hebreo a su patria, y que pueda adorara su Dios.
Nos dirá San Pablo que fue, en efecto, Dios, rico en misericordia, quien no por nuestros méritos sino por pura gratuita bondad suya, nos ha dado, en Cristo, la salvación, porque al Cristo que matamos con el pecado, Dios lo ha resucitado, y en su Resurrección ha levantado a la humanidad caída. Ese Dios –dice Jesús- que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo que, puesto en alto, en la Cruz, se hace estandarte liberador de salvación. Porque Dios no juzga a nadie. Y no significa que no hay juicio. Pero el juicio nos lo hacemos nosotros a nosotros mismos, porque el que elige la luz, el resplandor de la bondad y de la enseñanza de Dios, ya tiene la sentencia que le declara inocente. En cambio, quien elige la oscuridad de la mentira, de la escapatoria, del camuflaje…, y así se aparta de la luz, ya ha dado su propia sentencia de condena. Porque las obras de cada uno son las que quedan como testigos de la verdad.
La Cuaresma nos está enfrentando a la Luz. Una Luz que va a brillar en el Cirio Pascual. Pero que enciende la mecha en esa hoguera de amor ardiente de la Cruz y del Costado abierto de Jesús, testigo fehaciente del amor de Dios a la humanidad, en esa torrentera de sangre salvadora que mana de Jesús, el Crucificado.
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